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Version française de cette page : Quelle perspective pour la réforme agraire ?
Entrevista con Michel Merlet, fundador de AGTER (www.agter.org), realizada por Laurent Delcourt (CETRI)
Rédigé par : Michel Merlet
Date de rédaction :
Type de document : Entretien
Versión francesa. 18 de marzo de 2025. www.cetri.be/Quelle-perspective-pour-la-reforme
Laurent Delcourt ha coordinado la publicación del CETRI: Obsolètes, les réformes agraires? Alternatives Sud, Junio 2025. Traduccion al castellano del editorial www.cetri.be/Obsoletas-las-reformas-agrarias
Traducción al español. 7 de mayo de 2025 (Michel Merlet)
Una reforma agraria eficaz no puede limitarse a la redistribución de la tierra. También debe basarse en estructuras locales capaces de regular el acceso a la tierra y su gestión. Para ello, debe reforzar la autonomía y la capacidad de acción de las comunidades campesinas.
Lo mas importante no es el número de hectáreas distribuidas, sino la capacidad de las poblaciones locales para organizarse y defender sus derechos, tanto individuales como colectivos
L.D.:
Las reformas agrarias redistributivas, que durante un tiempo ocuparon un lugar central en las estrategias de desarrollo de los países en desarrollo, especialmente en América Latina, se han ido abandonando progresivamente desde la década de 1980, y se han privilegiado otros enfoques para abordar la cuestión de los derechos sobre la tierra
Las publicaciones sobre este tema, numerosas desde los años 50, también han disminuido radicalmente, como si la redistribución y la lucha contra las desigualdades en el acceso a la tierra ya no fueran prioritarias.
¿Cuáles son, en su opinión, las causas de este retroceso?
M.M. :
La evolución de los últimos cuarenta años debe situarse en el contexto de una historia mucho más larga si queremos entender por qué las reformas agrarias redistributivas, que fueron importantes en el siglo XX, fueron después prácticamente abandonadas. Jacques Chonchol nos da las claves en su libro: Systèmes agraires en Amérique Latine. Des agricultures préhispaniques à la modernisation conservatrice (IHEAL, 1995).
La conquista del continente por españoles y portugueses provocó el colapso de las prósperas civilizaciones agrícolas amerindias. En pocas décadas, más del 90% de la población indígena desapareció, principalmente a causa de las enfermedades y la guerra. La tierra seguía siendo abundante, pero la mano de obra se volvió extremadamente escasa.
Entonces, ¿cómo consiguieron los colonos -principalmente españoles y portugueses- explotar los vastos recursos naturales de este « nuevo mundo »? Establecieron un sistema económico basado en « haciendas » y « plantaciones », asentándose en una pequeña porción de la tierra anteriormente ocupada por los nativos. El resto del territorio fue invadido por la selva. Se formó una « frontera militar » entre las zonas bajo control colonial y las zonas boscosas donde quedaban pequeños grupos de indígenas no sometidos, que con el tiempo se transformó en una verdadera « frontera agrícola ».
Sin la contribución de los esclavos - primero indígenas, luego negros, importados masivamente de África - y sin el trabajo forzado, ninguna economía colonial habría sido posible. Cuatro siglos de trabajo forzado en condiciones inhumanas fueron necesarios para construir los complejos agro-exportadores latinoamericanos, que se desarrollaron plenamente a finales del siglo XIX y principios del siglo XX.
Tras la independencia y la abolición de la esclavitud, la cuestión de la modernización de las haciendas pasó a ocupar un lugar central. Para ello, era necesario introducir cambios sustanciales en los regímenes de tenencia de la tierra, lo que aceleró su concentración. En este contexto de profunda desigualdad agraria surgieron las reformas agrarias, la primera de ellas en México, tras las revueltas encabezadas por Zapata y Pancho Villa. En 1917, el país aprobó sus primeras leyes sobre los ejidos, allanando el camino para la redistribución de la tierra a las comunidades campesinas e indígenas. Ese mismo año, la revolución rusa hacía surgir una visión «comunista» de la cuestión de la tenencia de la tierra, que rápidamente privilegió la producción colectiva.
A lo largo del siglo XX, surgieron varios procesos de reforma agraria en diversos contextos en todo el mundo, a menudo bajo el impulso de Estados fuertes, ya fueran dictaduras o gobiernos revolucionarios nacidos de movimientos populares. El Estado ha desempeñado un papel central a la hora de iniciar y aplicar estas transformaciones agrarias. Surgió un amplio consenso en torno a la idea de que era necesario mejorar el acceso a la tierra para promover el desarrollo económico y social.
En América Latina, a menudo se afirma, erróneamente, que se han llevado a cabo « reformas agrarias » en la mayoría de los países. Algunas de estas reformas intentaron imponer la colectivización, inspirándose en el modelo soviético. Sin embargo, no todas ellas condujeron a una auténtica redistribución de la tierra. Paradójicamente, en muchos casos, los Estados han facilitado al mismo tiempo la concentración de la tierra, vendiendo o transfiriendo amplios territorios supuestamente « vírgenes » o deshabitados, que consideraban como parte de su “propiedad” tras la independencia, creando así nuevos latifundistas.
A partir de los años ochenta, la influencia del Estado se redujo considerablemente debido a las políticas neoliberales, y los enfoques de la cuestión de la tenencia de la tierra cambiaron: las tierras vírgenes y baldías se hicieron cada vez más escasas y la mecanización redujo la dependencia de las haciendas de la mano de obra campesina. En la segunda mitad del siglo XX, se produjo lo que Jacques Chonchol denomina « modernización conservadora », en la que la agroindustria se fue imponiendo gradualmente y requirió cada vez menos trabajadores agrícolas.
La crisis del mundo agrícola se produce en un contexto de desigualdades cada vez mayores en la tenencia de la tierra. Fue en este contexto en el que el Banco Mundial desarrolló el concepto de « reforma agraria asistida por el mercado », basándose en un análisis inadecuado de las dificultades de las reformas agrarias en décadas anteriores, o quizás para aumentar la confusión sobre este tema tan polémico. Este enfoque se basaba en la idea de que los campesinos pobres podrían comprar tierras a los grandes terratenientes que aceptaran venderlas. Así se respetarían los derechos de cada parte. Pero la falta de recursos financieros de los campesinos hacía imposible tales adquisiciones sin un apoyo masivo del Estado, en forma de préstamos o eventualmente de donaciones. Los grandes terratenientes no estaban dispuestos a vender sus buenas tierras, pero si apreciaban poder deshacerse de forma ventajosa de sus tierras más marginales. Conceder créditos a los pobres para que puedan comprar tierras a los ricos es absurdo: no tiene nada que ver con una « reforma agraria » redistributiva, y no está en absoluto « basado en el mercado ». Lejos de corregir las desigualdades estructurales del sistema de tenencia de la tierra, estas reformas sirvieron para consolidar la dominación económica de los grandes terratenientes.
L.D.:
Precisamente, ¿qué balance se puede hacer de estas reformas?
Como joven agrónomo que vivía en Nicaragua durante la revolución, participó en la aplicación de la reforma agraria por parte del gobierno sandinista. ¿Qué enseñanzas ha extraído de esta experiencia?
M.M. :
Es difícil resumir en pocas palabras las reformas agrarias que han tenido lugar en América Latina. Los debates sobre la reforma agraria del siglo XX han pasado por alto una serie de aspectos esenciales que hoy merecerían ser re-evaluados para encontrar soluciones más justas y eficaces.
El campesinado ha evolucionado, independientemente de que haya habido o no reforma agraria. En todas partes, la frontera agrícola se ha desplazado progresivamente hacia las tierras baldías, las zonas forestales y los territorios indígenas. Por lo general, son campesinos sin tierra que se han instalado allí, practicando una agricultura de roza y quema. Pero las superficies que podían controlar eran demasiado pequeñas para permitir un sistema de rotación que mantuviera la fertilidad del suelo. Tenían que vender sus parcelas transformadas en praderas a ganaderos extensivos y emigrar cada vez más adentro en las zonas boscosas, haciendo avanzar la frontera agrícola.
Como resultado, la concentración de la tierra se ha acelerado en toda América Latina, marginando a una gran parte del campesinado. Han surgido enormes explotaciones agrícolas y ganaderas, en particular en Brasil, pero también en muchos otros países. Éste ha sido el caso en Nicaragua, donde la situación es ahora crítica, ya que las últimas zonas forestales que se pueden talar están llegando a su fin.
En mi opinión, muchas reformas agrarias no han logrado sus objetivos. Esto se debe a factores tanto políticos como económicos. Las reformas agrarias aplicadas por gobiernos radicales han fracasado a menudo, como lo pude comprobar personalmente en Nicaragua.
En realidad, los dirigentes del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) no querían redistribuir la tierra a los campesinos, contrariamente a lo que proponía su programa político. Bajo la dictadura de Somoza, yo había trabajado durante un año y medio en una pequeña ONG, el Centro de Educación y Promoción Agraria (CEPA), que apoyaba discretamente la formación de una organización de campesinos pobres y de trabajadores agrícolas. Sabíamos que muchos campesinos esperaban una redistribución de la tierra. Cuando el dictador y su ejército huyeron ante el avance guerrillero, el FSLN, que no esperaba una victoria total tan rápida, no estaba realmente preparado para asumir la dirección del país. El director del CEPA, Salvador Mayorga, fue nombrado Vice-Ministro del Ministerio de Desarrollo Agropecuario y a mí me enviaron, por mi participación anterior, a los tres departamentos del norte del país para establecer allí las bases del Instituto Nicaragüense de Reforma Agraria (INRA). Luego fui nombrado director de la delegación departamental del INRA en Estelí. Un año más tarde, me incorporé al Centro de Investigación y Estudios de la Reforma Agraria (CIERA), que dependía directamente del Ministro de Desarrollo Agropecuario y Reforma Agraria. Trabajé allí durante seis años en diferentes regiones del país, por lo que pude ser protagonista y testigo directo de los primeros años de la reforma agraria en Nicaragua.
En los meses previos a la insurrección, muchos campesinos habían ocupado tierras en la región norte. Unos meses después de la salida de Somoza, el ministro encargado del INRA, Jaime Wheelock, pidió a los delegados regionales que fueran a explicar a los campesinos que habían ocupado espontáneamente tierras durante la insurrección que debían retirarse de ellas y que sería mejor para ellos convertirse en trabajadores agrícolas en las granjas estatales. En aquel momento, yo era el responsable de supervisar la creación de estas granjas estatales y no compartía esta postura. Hablé con el ministro y obtuve su consentimiento para que pudieran conservar la posesión de las tierras que habían tomado y seguir cultivándolas en forma de “cooperativas”, incluso cuando habían sido confiscadas durante la primera etapa de la reforma agraria. Para diferenciarlos de las otras cooperativas, en la región llamábamos a estos colectivos « Grupos Sindicales de Autoconsumo ». Recuerdo que el comandante Wheelock me preguntó por la existencia de solicitudes individuales de tierras. En la región donde yo trabajaba, no había prácticamente ninguna.
Tras cuarenta años de dictadura, los campesinos se mostraban, con razón, escépticos sobre su capacidad para conservar la tierra en régimen de tenencia individual. Ante esta incertidumbre, preferían gestionar sus tierras de forma colectiva, pero esto no significaba que no quisieran que las tierras se redistribuyeran más adelante, ya que esto era esencial para el desarrollo de la producción campesina.
Pero el plan de la dirección del Frente Sandinista era crear granjas estatales modernizadas, para salir del « sub-desarrollo » que asociaba a la producción campesina. Mi deseo de redistribuir la tierra entre los campesinos fue considerado por varios responsables del INRA como algo que haría retroceder el desarrollo de Nicaragua de cincuenta años.
L.D.:
¿Así que era más bien un modelo de tipo soviético?
M.M. :
Sí, en cierto modo. Me pregunté por qué, y busqué una respuesta en la historia agraria de Nicaragua. Llegué a la conclusión de que, desde la llegada de los españoles, esta historia había estado marcada no por la desaparición, sino por el sometimiento de los campesinos, capaces no sólo de asegurar su propia reproducción, sino también de producir la mayor parte de los alimentos del país. Convertirlos en trabajadores agrícolas a tiempo completo no era una solución para las clases dominantes. Al principio, se les obligó a trabajar en las haciendas, mientras producían una parte importante de sus alimentos en pequeñas parcelas dentro de las haciendas o cerca de ellas. Posteriormente, fue en la frontera agrícola donde el campesinado pudo seguir desarrollándose, produciendo la mayor parte de los alimentos del país - maíz, arroz, sorgo, frijol, etc. - practicando la roza y quema (o la roza y descomposición en las regiones de alta pluviosidad), utilizando herramientas rudimentarias, pero con una muy alta productividad del trabajo durante los primeros años, lo que era posible gracias a la fertilidad acumulada en las zonas forestales. El desplazamiento lento pero constante de este frente pionero campesino hacia el este de Nicaragua permitía por un lado la acumulación de tierras transformadas en pastizales por las clases dominantes y, por otro, el mantenimiento de un campesinado poco visible pero esencial.
Controlar el avance de la frontera agrícola era, por lo tanto, fundamental. Los gobiernos dictatoriales de Somoza lo entendieron bien: organizaron y aceleraron este proceso con sus planes de “colonias” campesinas en Nueva Guinea, en el sureste, y al mismo tiempo desarrollaron la producción capitalista de algodón en las llanuras del Pacífico.
La burguesía no somocista tenía un gran peso en el Frente Sandinista y las organizaciones campesinas y obreras eran débiles. La expropiación de las fincas de Somoza y sus parientes no pretendía establecer un régimen de tenencia de la tierra favorable a los campesinos: su transformación en fincas estatales permitía a la burguesía conservar hasta cierto punto el control sobre éstas. La relación anterior entre la burguesía agraria y el campesinado no fue realmente cuestionada por la revolución.
La organización de campesinos pobres y trabajadores agrícolas que habíamos apoyado, la ATC (Asociación de Trabajadores del Campo), se expandió muy rápidamente tras la victoria de la revolución sandinista. Pronto fue vista como una amenaza por las clases dominantes, que decidieron dejarle únicamente la responsabilidad de organizar a los asalariados agrícolas, tanto en el sector privado como en las granjas estatales.
Se invitó a los campesinos pobres a afiliarse a una nueva organización, la UNAG (Unión Nicaragüense de Agricultores y Ganaderos), que agrupaba a las grandes y medianas explotaciones agropecuarias y a los pequeños productores. Su presidente, Daniel Núñez, un gran productor del centro del país, había sido encargado de organizar el Instituto Nicaragüense de Reforma Agraria en los estratégicos departamentos cafetaleros y ganaderos de Matagalpa y Jinotega. Con esta decisión se pretendía impedir que los campesinos se organizaran para exigir una ampliación de la reforma agraria. El Frente Sandinista no quería fomentar una participación masiva de los campesinos en la gestión de la tierra y el desarrollo económico.
Situaciones similares pueden encontrarse en muchos países latinoamericanos, con algunas excepciones, como México, donde el proceso se desarrolló de forma muy diferente y donde se produjo una redistribución masiva de tierras.
L.D.:
¿Y qué queda ahora de las reformas llevadas a cabo por los sandinistas?
M.M. :
En Nicaragua se produjo un giro masivo de una parte del campesinado pobre hacia la contra-revolución, la “contra”. Si bien ese movimiento armado fue financiado por Estados Unidos, también reflejaba un profundo rechazo a la política agraria sandinista. Muchas cooperativas sandinistas fueron atacadas por la “contra”.
Sólo después de este doloroso episodio de guerra civil comenzaron a repartirse las tierras de las cooperativas de producción, a menudo a petición de los propios campesinos. Algunas granjas estatales también fueron devueltas a los campesinos. Fue sólo después de la caída del gobierno sandinista que finalmente se llevó a cabo gran parte de la redistribución de tierras que no había sido posible durante el período de la revolución. Es esencial subrayar este punto y es posible que se hayan producido fenómenos similares en otros países.
Es erróneo afirmar que el Frente Sandinista hizo mucho por desarrollar las organizaciones campesinas. En realidad, no permitió a los campesinos organizarse de forma independiente para defender sus propios intereses. Esto es un hecho, aunque todavía moleste a algunos antiguos dirigentes sandinistas. El Frente Sandinista pagó el precio de esta política perdiendo el poder en unas elecciones cuya legitimidad no impugnó.
L.D.:
¿Qué opina de la reforma agraria que está llevando a cabo el gobierno de Petro en Colombia, que fue una de sus principales promesas electorales?
¿Cree que solucionará las desigualdades persistentes en la propiedad de la tierra en el país? ¿Cuáles son las principales limitaciones de esta reforma?
M.M. :
No conozco muy bien a Colombia, ya que sólo he tenido la oportunidad de trabajar allí una vez, durante una breve misión de consultoría en 2014 con la Unidad de Planificación Rural Agraria (UPRA) para ayudar a diseñar un Observatorio Nacional del Mercado de Tierras. Me informé sobre las medidas adoptadas por el Gobierno de Petro, pero no pude ver en el terreno cómo se estaban aplicando. Por lo tanto, sólo puedo formular muy humildemente algunas hipótesis y hacer algunas preguntas.
Petro llegó al poder a través de las urnas en condiciones difíciles, con una coalición que hizo posible por primera vez una victoria de la izquierda, pero que no le deja mucho margen de maniobra. Los conflictos armados en el país y la influencia de los narcotraficantes hacen muy compleja la labor del gobierno.
Petro se había comprometido a no confiscar tierras, por lo que retomó las disposiciones legales de la anterior reforma agraria de 1994 (Ley 160), que concebía la intervención como la compra de tierras por parte del Estado a vendedores voluntarios. Esta ley también estableció el estatuto de las “Zonas de Reserva Campesina”. Ninguna de ellas se inscribe en el marco de una “reforma agraria redistributiva”. Pero eso no significa que estas intervenciones no puedan contribuir a modificar la correlación de fuerzas.
La creación de una serie de nuevas Zonas de Reserva Campesina debería, como dice la ley, fomentar y estabilizar la economía campesina en las zonas de colonización de tierras “baldías” y evitar la concentración de tierras en las zonas de frontera agrícola. No obstante, el decreto 1777 de 1996, que establece el funcionamiento de estas zonas, es muy vago sobre las formas que podría adoptar la “concertación social, política, medioambiental y cultural” entre el Estado y las comunidades rurales: no hay nada sobre los procedimientos de reconocimiento de los derechos individuales y/o colectivos sobre la tierra, ni sobre la regulación de los mercados de derechos sobre la tierra por parte de las comunidades.
Cuando se observan las iniciativas actuales vinculadas a la « reforma agraria », llama la atención un punto: todo está centralizado en instancias gubernamentales, en particular la UPRA, que pretende planificarlo todo, sin que haya una contribución explícita a la auto-organización de las comunidades campesinas y al fortalecimiento de sus estructuras locales. Esto no significa que no se vaya a hacer discretamente en Colombia bajo el gobierno actual. Dada la historia política del país, creo que debería ser una prioridad.
Se trata de un elemento fundamental. Si queremos un cambio sostenible, el número de hectáreas redistribuidas es menos importante que la capacidad de los beneficiarios para consolidar y hacer prosperar sus logros a largo plazo. Confiar únicamente en los Estados, controlados en gran medida por oligarquías agrarias o burguesías locales, para llevar a cabo este tipo de reforma sólo puede conducir al fracaso. Para que la reforma agraria funcione realmente, es imperativo apoyar y acompañar la estructuración de organizaciones locales capaces de garantizar una gobernanza autónoma y eficaz de las tierras redistribuidas.
Está claro que el actual gobierno colombiano quiere mejorar la producción de alimentos y reconoce el papel clave que desempeñan los campesinos en esta producción. Sin embargo, en los documentos oficiales que he podido consultar, especialmente los de la UPRA, no se encuentra ningún análisis económico detallado al respecto. Los análisis se abordan a través de un prisma político, sin discutir lo que sería más beneficioso para el país en su conjunto.
Sin embargo, numerosos estudios de casos llevados a cabo en todo el mundo demuestran sistemáticamente que los pequeños productores, a menudo considerados “arcaicos”, generan más valor añadido neto por hectárea que las grandes explotaciones mecanizadas. Obviamente, los grandes agro-exportadores no tienen ningún interés en poner énfasis en este hecho, pero el actual gobierno colombiano haría bien en hacerlo, con el fin de consolidar alianzas sólidas que le permitan llevar a cabo su proyecto exitosamente.
L.D.:
Volvamos al tema de los derechos sobre la tierra. Durante las dos o tres últimas décadas, las políticas de redistribución de la tierra destinadas a garantizar un acceso más equitativo de las poblaciones rurales a los recursos de la tierra han ido dando paso a iniciativas centradas en garantizar la seguridad de los derechos, ya sean individuales o colectivos, mediante el otorgamiento de títulos o certificados. Estos enfoques, ahora dominantes, se presentan a menudo como soluciones universales para reducir la pobreza rural, fomentar la inversión agrícola, facilitar el acceso al crédito, dinamizar los mercados de tierras y responder a los desafíos climáticos (tanto en términos de mitigación como de adaptación).
Sin embargo, algunos críticos señalan que estas estrategias tienden a reforzar las desigualdades existentes, beneficiando sobre todo a los grandes terratenientes, a las empresas y a los inversores exteriores, que a menudo están en mejor posición para aprovechar la formalización de los derechos sobre la tierra.
¿Cuál es su opinión sobre esta evolución? ¿Comparte esta crítica?
M.M. :
Intentaré responder a su pregunta volviendo primero sobre la diferencia entre “propiedad de la tierra” y “propiedad de los derechos sobre la tierra”, para luego abordar la cuestión de los “mercados de tierras”.
A la hora de legalizar tierras, es imprescindible identificar a sus verdaderos “propietarios”. Sin embargo, esta noción de “propiedad de la tierra” es una trampa.
El Estado se considera “propietario” por defecto de todo el territorio nacional, mientras no existan títulos de propiedad legalmente establecidos. Puede distribuir “títulos de propiedad” gratuitamente o venderlos a particulares o empresas que reclaman enormes extensiones de tierra, a menudo sin haberlas utilizado nunca. En América Latina, por ejemplo, algunas personas obtuvieron “títulos de propiedad” de decenas de miles de hectáreas de tierra hace décadas, a veces hace más de cien años, aunque nunca hubieran puesto un pie en ellas. Estos títulos les otorgan la posibilidad legal de expulsar a los indígenas o campesinos que vivían allí desde hacía mucho tiempo, pero que no disponían de ningún documento oficial que reconociera derechos comunitarios o personales. Aunque se asentaron allí mucho antes que los poseedores de estos nuevos « títulos de propiedad », se les considera ocupantes ilegales.
Este modelo rígido, que se ha difundido ampliamente en todo el mundo, sobre todo bajo la influencia del derecho francés, priva de hecho a los individuos y a las comunidades de los derechos que han adquirido gracias a su utilización pacífica de los recursos naturales durante muchos años. Es lo contrario de lo que debería haberse hecho, es decir, garantizar los derechos de uso reconocidos localmente.
En las zonas de frontera agrícola, se trata de una cuestión crucial. En lugar de perpetuar un modelo de propiedad individual absoluta, es esencial reconocer y garantizar los derechos de uso colectivo. La concesión de una forma de propiedad comunitaria a una autoridad local o a un grupo de comunidades permitiría poner en marcha mecanismos de gestión más resistentes y sostenibles. Estos mecanismos garantizarían la transmisión, el intercambio y la adaptación de los derechos sobre la tierra en función de los cambios sociales y económicos, ya se trate de la disolución de una cooperativa o de un cambio en la organización local.
En realidad, nadie es nunca plenamente propietario de la tierra, y ésta no puede considerarse una simple mercancía. Un “propietario” de cinco hectáreas en México no puede trasladar su parcela a África Occidental, ni borrarla del mapa. Lo que se vende o se intercambia no son parcelas como tales, sino derechos de uso (a recolectar, a producir, etc.), derechos de gestión (relativos a lo que se puede o no se puede hacer en una parcela), derechos de cesión/transferencia (permanente o temporal, venta, arrendamiento, aparcería, herencia, etc.). Estos derechos siempre se comparten con otros titulares de derechos, ya sea el Estado, comunidades locales, cooperativas, grupos familiares, otros individuos, etc.
Por lo tanto, un modelo eficaz de tenencia de la tierra debería funcionar a varios niveles: el Estado como primer regulador; las comunidades locales como gestoras de un territorio, y las cooperativas y familias como unidades intermedias de explotación y transmisión de derechos.
Los derechos sobre la tierra deben poder adaptarse a los cambios demográficos y familiares. Si una familia es incapaz de adaptar su base territorial, una inevitable fragmentación de las parcelas de tierra acabará comprometiendo la viabilidad de las unidades de producción campesinas. Unos intercambios comerciales de derechos sobre la tierra pueden contribuir a estas adaptaciones.
No es la existencia de mercados de derechos sobre la tierra en sí misma que plantea un problema, sino una concepción rígida y absolutista de la “propiedad”, que supuestamente engloba todos los derechos. Si bien las críticas a la “reforma agraria asistida por el mercado” están plenamente justificadas, las críticas a los mercados de tierras en general pueden tener efectos contrarios a los deseados.
Volvamos a Colombia por un momento. En 2014, durante mi misión, observé que era posible registrar los derechos sobre la tierra ante un notario situado en el otro extremo del país, mientras que el registro de la propiedad y el catastro funcionaban con oficinas locales. Esto hacía imposible realizar un seguimiento local de los mercados de la tierra a partir de la información recopilada por los notarios. Hubiera sido fácil remediarlo con una regulación más adecuada del funcionamiento de la profesión notarial. No hubiera sido suficiente para regular el mercado de derechos sobre la tierra, pero era un primer paso indispensable.
En Francia se ha establecido un sistema de control y regulación de las transferencias de derechos sobre la tierra en el que participan el Estado, las organizaciones campesinas, los notarios y una estructura específica, la SAFER (Société d’Aménagement Foncier et d’Établissement Rural - Sociedad de Ordenación Territorial y Asentamiento Rural), creada con el fin de realizar no solo un seguimiento de los mercados rurales de la tierra, sino también operaciones de compra y venta con el fin de alcanzar los objetivos definidos para la modernización de las explotaciones agrícolas en el marco de un sistema basado en la agricultura familiar.
Cualquier intención de vender/comprar un terreno debe declararse previamente ante un notario; de lo contrario, la transacción no podrá llevarse a cabo. El notario tiene la obligación de informar a la SAFER de ese territorio. Este mecanismo es esencial para garantizar la transparencia y evitar transacciones incontroladas.
Si la operación inicialmente prevista no se ajusta a las directrices establecidas para el desarrollo regional, la SAFER puede sustituir al comprador en el momento de la venta, siempre que se respeten los motivos reconocidos por la ley. A continuación, debe vender el terreno a un comprador « aceptable » en un plazo que, por lo general, es inferior a cinco años.
Aunque no sea perfecto, este sistema ha permitido establecer un control bastante eficaz de los mercados de tierras rurales, que no deben considerarse simplemente como un mercado de tierras, sino como un mercado de derechos. Ha contribuido a la modernización de las unidades de producción en Francia durante varias décadas, teniendo en cuenta las necesidades y la dinámica locales, sin que esto haya llevado a la desaparición de la agricultura familiar. Esto habría sido más difícil si las adquisiciones de tierras se hubieran regido únicamente por las leyes del mercado.
Otras normativas, en particular las que rigen los mercados de alquiler de tierras agrícolas desde los años 40, también han desempeñado un papel clave. Cabe recordar que en Francia, el porcentaje de la Superficie Agrícola Útil en arrendamiento, que se había mantenido relativamente estable entre 1945 y 1975 (entre el 45 y el 50%), aumentó después muy rápidamente, hasta superar el 75% en 2010. Las leyes que rigen el “statut du fermage” (estatuto del arrendamiento agrícola) han garantizado a los agricultores arrendatarios un nivel de estabilidad prácticamente idéntico al de los agricultores propietarios de sus tierras (duración mínima del arrendamiento de nueve años, renovable por otros nueve años salvo si el propietario quisiera retomar el control de las parcelas para trabajarlas él mismo; derecho preferente de compra del agricultor si el propietario desea vender). Por otra parte, los importes de los alquileres están regulados por el Estado y se ha establecido un mecanismo específico para la resolución de conflictos. Lo señalo aquí porque esta legislación vino en cierto modo a corregir el Código Civil de 1804, que reconocía derechos de propiedad absolutos, para volver a una concepción del derecho del Antiguo Régimen que preveía la superposición sobre un mismo bien de una serie de derechos que permitían a varias personas tener poderes limitados y complementarios.
Volvamos a nuestras reflexiones sobre la reforma agraria. Lo fundamental no es tanto la atribución de títulos de propiedad o la simple redistribución de la tierra, sino la instauración de sistemas colectivos y comunitarios de gestión de la tierra. Se trata de garantizar tanto los derechos comunitarios a la tierra como los derechos individuales, integrados en un marco de gobernanza compartida.
Sin embargo, este tipo de organización se implementa con demasiada poca frecuencia. Una de las pocas historias de éxito en este sentido fue el sistema de ejidos de México, que, a pesar de sus limitaciones y evoluciones a veces cuestionables, ha resistido mucho mejor que muchas cooperativas resultantes de reformas agrarias en otras partes del mundo.
Reconocer esta diversidad de escalas y derechos, tanto colectivos como individuales, permite una flexibilidad y unas correcciones graduales que ayudan a adaptarse a los cambios del contexto nacional y mundial. Reconocer el papel central de los representantes de los productores y los habitantes de los territorios y dotarles de los medios necesarios para ejercerlo es indispensable para evitar que los actores económicos dominantes y sus representantes políticos recuperen rápidamente las políticas que favorecen la agricultura familiar en su propio beneficio. Por supuesto, esto también es válido para perpetuar los logros redistributivos de las reformas agrarias.
El ejemplo de la reforma agraria en la Nicaragua sandinista ilustra bien los resultados problemáticos que se obtienen cuando un Estado lo decide todo y no permite el desarrollo de una cierta autonomía campesina. Se dan situaciones similares en muchos otros países.
Hoy en día es posible acumular y explotar vastas extensiones de tierra sin ser formalmente propietario de las mismas. Un ejemplo llamativo es el del “arrendamiento inverso”: grandes empresas agroindustriales alquilan cientos o incluso miles de pequeñas parcelas pertenecientes a propietarios modestos para explotarlas de forma mecanizada e intensiva, con grandes inversiones en maquinaria. Este fenómeno no podría existir si las comunidades dispusieran de estructuras reales para defender sus intereses en materia de tenencia de la tierra.
En última instancia, lo mas importante no es el número de hectáreas distribuidas, sino la capacidad de las poblaciones locales para organizarse y defender colectivamente sus derechos de uso y de producción. Reforzando estas estructuras de gobernanza y promoviendo modelos de gestión de la tierra adaptados a las necesidades de las comunidades rurales, se garantiza la sostenibilidad de la agricultura campesina y se le permite desempeñar un papel central en el desarrollo.
L.D.:
En un artículo publicado en la revista Pour en 2013, Usted señala que las reformas agrarias siguen siendo pertinentes, pero que es necesario replantearlas de nuevas maneras para hacer frente a los retos actuales (y evitar los fracasos del pasado).
¿Qué principios y objetivos deberían guiar estas reformas modernas?
¿Y qué condiciones sociales, políticas y económicas son necesarias para su implementación?
M.M. :
Todo lo que hemos dicho hasta ahora apunta a una serie de observaciones fundamentales.
Es esencial no confundir la “riqueza neta producida por hectárea” con la “tasa de beneficio de los empresarios”. La sociedad en su conjunto tiene interés en poder garantizar la producción de sus alimentos, pero también en mantener la fertilidad de los suelos, conservar la biodiversidad … Estos objetivos distan mucho de ser siempre compatibles con la máxima obtención de beneficios por parte de la agroindustria. Para encontrar aliados que defiendan la importancia de la economía campesina hay que utilizar los indicadores adecuados.
Más allá de las políticas de planificación rural, el verdadero reto consiste en reforzar la capacidad de organización e influencia de los campesinos. No se trata de apoyarlos por el mero hecho de ser campesinos, sino porque su modelo de producción responde mejor a los intereses colectivos de los ciudadanos que el de los grandes grupos agroindustriales. Sin esta fuerza organizativa, todas las políticas de reforma agraria corren el riesgo de ser recuperadas por las élites económicas y políticas que no tienen ningún interés en cuestionar el orden establecido.
El tema de los derechos sobre la tierra es fundamental. No se trata de cuestionar el derecho de propiedad en sí mismo, sino de reconocer que, en materia de tierras, este derecho nunca es absoluto. Siempre está compartido entre individuos y comunidades o colectivos, a diferentes niveles de gobernanza. Esta toma de conciencia es esencial para salir de una visión rígida e inadecuada de los mercados de la tierra.
Un error frecuente de algunos movimientos campesinos ha sido confundir la “reforma agraria asistida por el mercado”, promovida por el Banco Mundial, con la necesaria “regulación de los mercados de derechos sobre la tierra”. Esta confusión es problemática, porque impide explorar soluciones viables que permitan asegurar y adaptar los derechos sobre la tierra en función de las necesidades de las comunidades rurales y de la sociedad en su conjunto.
El debate sobre la reforma agraria se reavivó a nivel mundial con el Foro Mundial sobre la Reforma Agraria organizado por el CERAI en Valencia (España) en 2004, lo que llevó a la FAO a organizar en 2006 en Porto Alegre (Brasil) una nueva Conferencia Internacional sobre Reforma Agraria y Desarrollo Rural, veintisiete años después de la última conferencia de este tipo. Diez años más tarde, el CERAI, AGTER y otras entidades organizaron en Valencia el Foro Mundial sobre el Acceso a la Tierra. Fue difícil para AGTER hacer oír su voz sobre la importancia de la regulación de los mercados de la tierra rural y la necesidad de implicar a las organizaciones campesinas en este proceso; tuvimos divergencias con algunas propuestas de La Vía Campesina sobre el enfoque a adoptar.
La posición de AGTER se basaba en una observación clara: la colectivización forzosa ha tenido a menudo efectos desastrosos para la agricultura campesina. Es evidente que los sistemas de regulación de los mercados de tierras no podrán por sí solos frenar la expansión de la agroindustria y la concentración de la tierra. Hay otros factores que intervienen, en particular los circuitos de comercialización, el libre comercio y la des-regulación de los mercados, que reducen considerablemente el poder de los campesinos en la esfera económica en la que operan. Pero pueden contribuir a ello, al tiempo que consolidan las organizaciones campesinas. En lugar de basarse en esquemas ideológicos que han demostrado sus limitaciones, las nuevas políticas agrarias deberían centrarse en reforzar el poder de gestión e intervención de los pequeños productores. Y esto pasa por estructuras locales autónomas capaces de regular los mercados de la tierra, proteger los derechos de uso y garantizar una gobernanza realmente adaptada a las necesidades de las comunidades rurales y de la sociedad en su conjunto.
En los últimos años se han impuesto dos nuevas exigencias vitales: por un lado, la preservación de los ecosistemas y la lucha contra el calentamiento global y, por otro, la defensa de la democracia.
La agricultura a pequeña escala no sólo produce más alimentos y más riqueza neta por hectárea, sino que también contribuye a preservar los ecosistemas y limitar la destrucción acelerada de los recursos naturales. Estos son argumentos esenciales que deben destacarse en el contexto de la crisis climática para defender la agricultura campesina y promover un modelo agrícola más sostenible y socialmente equitativo.
La historia reciente nos ofrece numerosos ejemplos de los riesgos que conlleva un control excesivo del Estado. La evolución de los regímenes “socialistas”, en Rusia o Nicaragua, por ejemplo, ilustra bien estas peligrosas derivas. En Nicaragua, Daniel Ortega, el antiguo dirigente sandinista, en el poder desde 2007, se alió con la gran burguesía agro-exportadora para organizar la expropiación de los territorios indígenas y la explotación masiva de los recursos mineros y agrícolas, explica Melissa Solórzano en una tesis doctoral defendida en Brasil. Había otorgado una concesión a una empresa china para excavar un canal interoceánico destinado a competir con el Canal de Panamá. Un amplio movimiento campesino se organizó para oponerse al canal. La empresa china quebró y el proyecto fue abandonado. Hoy, en Nicaragua, lo que queda de la frontera agrícola está ocupado por leales a Ortega, a quienes se les otorgan títulos de propiedad. Miles de paramilitares han sido entrenados y armados como policías voluntarios y están movilizados para reprimir cualquier oposición. Esta situación era previsible: cuando se impide a una población organizarse durante décadas, se acaba destruyendo toda posibilidad de un sistema democrático funcional. Daniel Ortega nunca habría podido volver al poder si hubiera existido un verdadero poder popular en el campo.
Este ejemplo ilustra la idea de que la democracia se basa ante todo en la capacidad de los ciudadanos para organizarse, defender sus derechos y estructurar mecanismos locales de gobernanza. Cuando el Estado monopoliza todas las decisiones, esto conduce inevitablemente al colapso del sistema y a la ausencia total de democracia real.
En resumen, las reformas agrarias y las políticas agrarias actuales deben hacer más que simplemente distribuir tierras o títulos de propiedad. El gran reto es construir estructuras locales capaces de defender los intereses de las comunidades rurales a largo plazo. Solo reforzando su capacidad de organización y acción será posible instaurar una reforma agraria redistributiva sostenible y consolidar la democracia.