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Written by: Joseph Comby, Traducción Olivier Delahaye
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Type of document: Scientific article
« La fabrication de la propriété », version modifiée du texte de Joseph Comby de 1995.
En la mayoría de las regiones del Sur llamadas “en vía de desarrollo”, pero también en China y en los países del ex bloque soviético, la instauración de un régimen de propiedad privada de los suelos resulta ser una cuestión importante en este fin de siglo. Pero los procesos iniciados parecen ser interminables.
Según una opinión ampliamente difundida en estos países, la instauración de la propiedad privada tiene necesariamente que pasar por la creación de un catastro. Se cree, o se finge creer, que es imposible que un terreno pase a ser propiedad de un individuo mientras sus límites no están perfectamente definidas. Y se admite que tal “privatización” del terreno supone un procedimiento administrativo de otorgamiento de un título de propiedad al nuevo propietario, como si fuera solamente la Administración quien tuviera el poder de decidir quien merece propiedad y quien no la merece.
Sin embargo, esta opinión no se corresponde en absoluto con la experiencia histórica. Fuera de las situaciones de conquista colonial, nunca el mojón ni el título han creado el propietario. De manera repetitiva, las experiencias de fabricación de la propiedad a través del catastro terminaron fracasando. Debemos entonces preguntarnos porque, a pesar de tantos fracasos, sigue siendo dominante la opinión según la cual la propiedad se debe fundamentar en el catastro.
En muchos países constatamos en efecto que después de muchos años de esfuerzos, y a pesar de una ayuda internacional en este sentido a veces relativamente importante, la realización de estos famosos catastros no avanza. Sin hablar de los numerosos países donde camina hacia atrás, en la medida en la cual las actualizaciones se retrasan, lo que hace que la “desregulación de la tenencia” le gana de lejos en los hechos a la “regulación de la tenencia” que se apoya a través de operaciones piloto que atraen bien inútilmente la atención. Lejos de constituir la garantía de la propiedad del suelo, el catastro pasó a ser, en la práctica, el principal obstáculo para su instauración.
El escenario es el mismo en todas partes. So pretexto de garantizar perfectamente los derechos del futuro propietario, estos países (antiguas colonias y/o antiguos países socialistas) subordinan la instauración de la propiedad privada al levantamiento topográfico y al establecimiento de límites precisos para cada terreno y, después, al registro de los derechos de cada nuevo adjudicatario, después de un proceso burocrático destinado a averiguar que no existen otros derechos sobre el terreno, que este es, o va a ser, usado correctamente y “explotado” por su beneficiario, que éste cumple efectivamente con las características necesarias para la atribución del terreno, etc.
Todas las experiencias muestran que, en la práctica, estas múltiples precauciones han tenido como solo efecto de aumentar los poderes burocráticos sobre los terrenos y alimentar los clientelismos, mientras la gran masa de los usuarios del suelo estaba mantenida en la inseguridad jurídica, a merced de los notables locales.
La propiedad del suelo es un concepto difícil
Para discutir de manera válida acerca de la manera como establecer la propiedad privada del suelo, hay que entender cuál es su naturaleza. Si bien la propiedad de un objeto es una idea sencilla y de casi universal aceptación, la propiedad de un espacio plantea pro- blemas. Porque, justamente, el espacio no es un objeto. No se puede ni tomar, ni llevar, ni destruir. Uno solamente puede desplazarse y actuar en él. O sea nadie puede tener un terreno como tiene una bicicleta.
El acceso al espacio puede, ciertamente, reservarse a un grupo o a un individuo, o estar controlado por él. Pero, entonces, es la noción de “territorio” que se aplica, muy diferente de la de “propiedad”. El dueño de un territorio no ejerce su poder sobre el territorio sino sobre la población que vive sobre él o que atraviesa este territorio. En derecho francés, la formula que inicia el Código del Urbanismo (“el territorio francés es el patrimonio co- mún de la nación”) marca bien esta tensión entre el poder del terrateniente sobre su terreno y el poder de la sociedad sobre su territorio, cuando mismo el territorio no es a primera vista sino un conjunto de terrenos, de la misma manera que la sociedad no es sino un conjunto de individuos.
El derecho de propiedad, aplicado a un terreno, no es nunca la propiedad de una cosa; es, en definitiva, la propiedad de un derecho. Ser propietario de un terreno consiste en ser propietario de ciertos o del conjunto de los derechos que los individuos pueden ejercer sobre el suelo. Para definir la propiedad de la tierra, hay que empezar definiendo estos derechos. Estos variaron mucho de una época a la otra, y de un país al otro, pero, contrariamente a las afirmaciones de ciertos ideólogos, no existe un solo país civilizado en el mundo donde el propietario dispone realmente de todos los derechos sobre el suelo (construir, cazar, deforestar, abrir una cantera, y, porque no, almacenar desechos radioactivos, etc.) Los vecinos, la colectividad local, el conjunto de la sociedad en tanto que dueña de su territorio, conservan siempre un derecho de control sobre el uso que un propietario hace de su terreno. No hay gran inconveniente en dejar al propietario de un ranch en el medio del desierto de Arizona en hacer lo que le da la gana con su propiedad, pero cuando un país se civiliza (se urbaniza), que el espacio se valoriza, los derechos del propietario se restringen. Paradójicamente los espacios mas caros son aquellos donde los derechos de los propietarios resultan mas restringidos, porque son los espacios mas socializados.
No existe pues una sola, sino varias definiciones del contenido del derecho de propiedad. Según los países y las épocas, la propiedad del suelo puede incluir un abanico mas o menos abierto de derechos. Al origen, la propiedad de la tierra ha sido solamente el derecho de cosechar lo que se había sembrado. Es así como, históricamente, en Europa, el derecho de propiedad de la tierra fue al inicio un derecho de temporada. Las viejas costumbres de cada provincia definían las fechas del inicio y del fin de la propiedad del campesino sobre los campos. En invierno, el espacio no era mas apropiado, retornaba al pastoreo obligado de los rastrojos1, solamente subsistía el control de cada grupo (de cada comunidad) sobre su territorio. En la actualidad, cada país tiene su propia definición de la propiedad. Existen por ejemplo países donde la propiedad del suelo no incluye el derecho de cercarlo (Suiza), y otros donde la propiedad no da siquiera el derecho de prohibir la circulación y la estadía temporal de acampadores sobre su terreno (Suecia). Podemos pensar también, en Francia, al derecho de caza que puede ejercerse en terrenos privados a pesar de la formal oposición de sus dueños, sin tener que indemnizarlos, y bajo el único control de las sociedades de caza que pueden ellas mismas sacar provecho de la atribución de este derecho a terceras personas.
La imposible propiedad absoluta
En ninguna parte la propiedad de la tierra es absoluta. Esta propiedad individual absoluta con la cual soñaban los revolucionarios franceses en 1789, para hacer contrapeso a la monarquía absoluta, tuvo prontamente que componer con las necesidades de la vida en sociedad. Nuevas leyes volvieron a introducir rápidamente una serie de reglas que limitaban los márgenes de libertad del propietario. Pero hoy en día, mucho mas que ayer, el desarrollo de las técnicas hizo necesaria en todas partes una limitación cada vez rigurosa de las posibilidades de uso de su terreno por parte de su propietario. Los países antiguamente socialistas que vuelven a descubrir ahora la propiedad privada del suelo sobrestiman casi siempre sus prerrogativas.
En los países industrializados, ya casi no existe algún uso del suelo que no esté sometido a alguna autorización. El permiso de construir se exige en todas partes desde mucho tiempo. Pero, ahora, es por ejemplo el mismo derecho de cultivar que tiende a no ser incluido automáticamente en el derecho de propiedad. En la Comunidad Europea, desde hace cinco años atrás, no basta con ser propietario de un potrero para poder allí criar una vaca y producir leche; es necesario también disponer de una cuota lechera2. Un potrero que dispone de una cuota no tiene pues el mismo valor venal que un potrero sin cuota. Es la reglamentación que determina el valor del suelo.
Además, los derechos que constituyen la propiedad del suelo pueden resultar repartidos entre varios titulares. La propiedad puede ser parcial, cuando varios propietarios tienen derechos sobre un mismo espacio, uno por ejemplo tiene el derecho de cazar, otro de cultivar, un tercero el de traer un ganado cuando la cosecha esta almacenada. Pero lo que distingue radicalmente los derechos de propiedad, que sean mas o menos absolutos o relativos, parciales o globales, de un sencillo derecho de uso, el criterio que hace que uno es “propietario” de su terreno y que no se tiene sencillamente el derecho de cultivarlo o bien de vivir sobre él, es que uno tiene capacidad de vender su derecho. Soy propietario de un derecho cuando tengo la posibilidad de venderlo o alquilarlo a quien quiero, sin tener que pedir permiso, siempre que consiga un comprador.
Así, en ciertos países, la instauración de una “propiedad comercial” para el comer- ciante que alquila su local al dueño del edificio, empezó a partir del momento en el cual una ley autorizó el comerciante a vender su derecho de alquiler sin tener que pedir el permiso del propietario del local, el cual tiene solamente el derecho de percibir cierto alquiler. Se superponen entonces sobre el mismo espacio el propietario del comercio y el “propietario de los muros”.
De esta primera reflexión, formulamos dos consecuencias:
1. Dado que la propiedad no puede ser absoluta, es importante que su contenido sea defi- nido por leyes oponibles a todos, sino uno puede ser amputado arbitrariamente, caso por caso, por el poder político.
2. Dado que la esencia del derecho de propiedad es la facultad de vender este derecho, lo esencial del esfuerzo de creación de la propiedad debe enfocar la seguridad jurídica de las transacciones.
La lenta formación del propietario
“Es de la esencia de la propiedad de pertenecer a uno solo” decía Mirabeau. La Revolución de 1789 no creó la propiedad de un solo golpe de varilla mágica. Pero consagró la supremacía de uno de los tenedores de derechos sobre los otros. Inventó el propietario, pequeño monarca absoluto en medio de su territorio exclusivo, réplica fantasmagórica, desmultiplicada hasta el infinito, del gran monarca absoluto que estaban tumbando en Ver- salles. El propietario pasará a ser un personaje típico del siglo 19. Desconocido hasta el siglo 18, terminó de desaparecer en el medio del siglo 20. Sus huellas se encuentran solamente en las novelas y en ciertos cementerios sobre estas lápidas que resumen el éxito de una vida: “Fulano de tal, nacido granjero, muerto propietario”. Tales inscripciones resultarían inconcebibles hoy día.
El propietario francés del siglo 19 era el resultado de una evolución de cerca de cinco siglos. El paralelo con su primo inglés quien conoció una suerte opuesta, paralelo analizado por Marc Bloch, aclara perfectamente la naturaleza misma de la propiedad de la tierra. Las dos dinámicas sociales empezaron de divergir desde el siglo 16. Francia tuvo su nobleza de corte. Tuvo también sus burgueses gentilhombres. Pero nunca tuvo arrendatarios- gentilhombres. La aristocracia desertó su tierra; ahora bien, en materia de propiedad como en otras, los ausentes terminan siempre por tener la culpa: Mientras en Inglaterra el gentil-hombre fue el artesano de la conservación de la propiedad “directa” (señorial) frente a la propiedad “útil” (plebeya3), en Francia es la propiedad útil que llegó a absorber progresi- vamente la propiedad directa: las veleidades de restauración (y de rentabilización) de las antiguas prerrogativas de la propiedad directa, en la segunda mitad del siglo 18, no hicieron sino exacerbar la pasión por la propiedad de la multitud (…) de los pequeños detentores de propiedad útil y precipitó la Gran Revolución, “terminación súbita y violenta de una obra a la cual diez generaciones de hombres habían trabajado (…)”. Hacía falta decantar el precipitado, fue la obra del código civil.
Se podría comparar el “señor” francés del siglo 18 y el “jefe de tierras” quien se en- cuentra en la mayor parte de las civilizaciones africanas que practicaban la agricultura (especialmente la agricultura de tala y roza que exige una redistribución regular de las tierras por cultivar entre las familias). Queriendo ver el jefe de tierra (quien no hacía sino presidir estas redistribuciones) un especie de propietario tradicional del suelo en detrimento de los verdaderos agricultores, se opera una revolución permanente que termina lógicamente con la eliminación del jefe de tierras sustituido por el Estado. Un poco como si, en el siglo 18 francés, los señores se hubieran hecho reconocer la plena propiedad de pueblos enteros (como los boyardos en Rusia la habían conseguido a la misma época) para ser después a su vez laminados por el poder del Estado.
Históricamente, la instauración de la propiedad se realizó sin catastro
La experiencia histórica comprueba que la creación de la propiedad nunca necesitó un catastro. En ninguno de los viejos países europeos, la instauración de la propiedad pasó por la realización de un catastro. Se puede incluso citar el caso de Inglaterra, donde, pro- piamente dicho, no existe todavía un registro catastral de las propiedades. La mayor parte de un territorio como él de Grecia no tiene tampoco catastro, sin que esto impida la propiedad de ejercer allí todos sus derechos.
Pero es tal vez la experiencia francesa que muestra de la manera mas clara que el catastro no tiene nada que ver con la institución de la propiedad. En este país donde, en 1789, la propiedad ha sido erigida como un “derecho del hombre”, de la misma manera que “la igualdad”, la “seguridad” y la “resistencia a la opresión”, la seguridad de las transferencias de propiedad había sido asegurada ya en 1771 con la creación de un “Registro de las Hipotecas”, donde se debía asentar todas las ventas, los intercambios o las creaciones de dere- chos inmobiliarios, cuando, en esta época, el derecho de propiedad era todavía fraccionado entre los derechos señoriales (o “propiedad directa”) y los derechos de uso del suelo (o “propiedad útil”).
Los revolucionarios de 1789 no necesitaron un catastro para instaurar el régimen de propiedad mas absoluto que haya jamás existido para suprimir la primera propiedad a favor de la segunda, a través de leyes sencillas, así como, a través de podas sucesivas de las limitaciones que pesaban sobre él, transformar al antiguo usuario en un propietario absoluto en un lapso de dos años. Al contrario, el proceso revolucionario fue acompañado con la destrucción de los catastros privados que existían (no había públicos), los que habían sido es- tablecidos por los principales “señores terratenientes” para asentar mejor el cobro de sus rentas. Primero fue un movimiento espontáneo, en la oportunidad de los saqueos de los archivos de los castillos, pero después fue la misma ley la que ordenó, bajo la sanción de castigos muy severos, que todos los catastros existentes fueran remitidos a las autoridades para ser quemados públicamente.
Fue solamente 20 años mas tarde, a partir de 1807, que Napoleón ordenó la realiza- ción de un catastro general para asentar mejor la repartición de los impuestos a la tierra. Se necesitó mas de cuarenta años para llevar la empresa a cabo con los medios de la época. Esto no impedía mientras tanto el cobro normal de la “contribución predial”, creada ya en 1790 y proporcionalmente mucho mas pesada en este tiempo que hoy en día. Pero, sin catastro, la repartición del impuesto a la tierra exigido de cada ciudad y cada pueblo, se hacía entre propietarios sobre bases inciertas, generando conflictos entre vecinos, tanto que en cada comuna, la realización del catastro se percibía como la mejor manera de asegurar una mejor justicia fiscal. La llegada de los topógrafos no anunciaba un nuevo impuesto, sino una repartición mas equitativa de un impuesto ya existente.
Las dos maneras de generar la propiedad de la tierra
Uno llega generalmente a ser propietario por compra o por herencia. Existen varios sistemas de probar tal adquisición. Pero, ¿sobre que se fundaba el derecho de propiedad del propietario? Se alude generalmente al derecho del primer ocupante como legitimación de la propiedad. Pero el primer ocupante no existe. Robinson Crusoe es un personaje de novela, aún cuando parece significativo que la representación mental que tiene el occidente del período colonial haya necesitado fundamentar con una ficción la legitimidad de la propiedad. En la realidad, la posesión de los suelos es el resultado de una larga serie de masacres, deportaciones, epuraciones, sencillas captaciones de herencias, etc. El primer Sapiens, él mismo, tomo posesión de su cueva liquidando al Neandertal que le precedía. Como muy bien lo expresa la tradición judeocristiana, somos todos hijos de Caín.
Excluyendo la fundación de la propiedad basada en el mito del primer ocupante, siempre existió y sigue existiendo dos grandes principios generadores de la propiedad de la tierra: la fabricación de la propiedad “por arriba” y la fabricación de la propiedad “por abajo”.
El paradigma de la fabricación de la propiedad “por arriba”, es el general vencedor quien reparte las tierras conquistadas entre sus veteranos, pero es también el funcionario colonial que distribuye a los nuevos colonos, lotes de las mejores tierras indígenas cuyos derechos ya no se reconocen, y después son las administraciones de los nuevos Estados independientes que siguen haciendo funcionar el sistema en beneficio del nuevo poder nacional después de expropiar a los antiguos colonos. En tal sistema, el poder político se considera como propietario del territorio que controla, y cede parcelas de éste, o bien en derechos de ocupación precaria, o bien en concesiones temporales, o bien en plena propiedad. Se llega a ser propietario o por la buena voluntad del poder político, o por una sucesión ininterrumpida de transmisiones reconocidas por el poder desde él que recibió la concesión original.
La fabricación de la propiedad “por abajo” consiste, al contrario, en un lento proceso de segurización de los ocupantes de hecho del suelo, quienes, generación tras generación, adquieren nuevos derechos, él de no poder ser expulsados, él de limitar el monto de las rentas que deben pagar, y después él de transmitir su ocupación a sus hijos, y de vender libremente este derecho de ocupar, transformándose pues definitivamente en propietarios de pleno derecho. Es lo que pasó en los viejos países de Europa occidental, en particular en Francia, donde la revolución de 1789 consistió en traducir en derecho lo que había sido de hecho casi completamente adquirido, generaciones tras generaciones desde las poblaciones serviles de la alta Edad Media.
En el primer modo de generación de la propiedad, el Estado se considera como propietario eminente de todo el país, y fabrica propietarios ex nihilo por la sola virtud de los títulos que reparte. En tal sistema, existe un primer dueño de cada terreno. Modo usado siempre por el vencedor para repartir las tierras del vencido, resulta ser duraderamente viable solamente cuando el vencido no vuelve con fuerza. En países políticamente inestables, es un sistema frágil porque cada nuevo poder puede ser tentado de repartir los bienes del precedente, cuestionando todas las atribuciones anteriores y volviendo a iniciar a su propio provecho el proceso de atribución de las tierras para alimentar un nuevo clientelismo sobre los escombros del anterior. En la práctica, se creó entonces una burocracia especializada en la atribución y el reconocimiento de los títulos, cuyo control constituye una fundamental cuestión de poder.
El segundo modo de fabricación de la propiedad descansa sobre la ley y la prescripción. Es la posesión la que genera la propiedad. La ley (o sucesivas leyes) decide que todos los ocupantes de terrenos en tal o tal situación disponen de tales o tales derechos, o bien están liberados de tales renta o de tales servidumbres de uso, o de tales restricciones a la cesión de sus derechos. Y, en caso de contestación, pero solamente en tal caso, cada uno debe apoyarse en documentos o en el testimonio de los vecinos para hacer confirmar su derecho por el juez. Pero el juez aceptará escuchar al litigante solamente si aporta la prueba de sus derechos. Es el principio de la prescripción.
La filosofía de la prescripción es la pacificación de las relaciones sociales. Adivinamos que toda propiedad descansa en su origen sobre la evicción, la fuerza, la malicia, el atropellamiento de los derechos. Cada uno sabe que con las guerras, los desplazamientos de población, las exacciones, no existe un solo terreno cuyo actual poseedor no tendría el riesgo de ver aparecer el descendiente de un anterior propietario desalojado. Pero la ley decide no saber nada de esto. Quiere mirar solamente la situación actual, siempre que no haya sido cuestionada desde cierto tiempo. Este “cierto tiempo” es el plazo de la prescripción. Varió mucho según los países y las épocas. En la antigua Roma, bajo la República, era solamente de dos años. Para los ciudadanos romanos, bastaba con haber cosechado pacíficamente dos veces sobre un terreno para ser reconocido como su legítimo propietario. En la Edad Media, al contrario, podía alcanzar cuarenta años, e incluso hasta ciento cincuenta años en ciertas provincias. Desde el código civil, en Francia, es de treinta años en lo referido a la propiedad inmobiliaria.
La experiencia de las “restituciones” llevadas a cabo en los países del Este desde 1989 (cuyas justificaciones políticas no queremos discutir) muestra bien el carácter artifi- cial de tal empresa. Hubo necesidad de determinar en cada país una fecha de referencia para determinar a quienes se debía restituir las propiedades, porque los propietarios de 1945 o de 1950, evidentemente no eran los de 1938 o de 1940, de antes de las invasiones alemanas o soviéticas, o antes de las deportaciones de los Judíos o de otras minoridades nacionales.
Los dos modos de prueba de la propiedad
A los dos modos de generación de la propiedad corresponden generalmente dos sistemas de prueba de esta propiedad:
A la propiedad fundada en la atribución de títulos por el estado, corresponde normalmente una prueba de la propiedad basada en la inscripción de la mutación en los regis- tros públicos. De allí un sistema de catastro jurídico.
A la propiedad fundada sobre la prescripción corresponde un sencillo registro de las actas, susceptible de autentificarlas dándoles una fecha cierta para poder aplicar la regla de la prescripción. El catastro no tiene sino un papel puramente fiscal, existe solamente para repartir el impuesto mas equitativamente.
Pero una generación de la propiedad basada originalmente sobre la posesión puede también evolucionar hacia un sistema de prueba basado en la inscripción. El libro germánico de la propiedad inmobiliaria de la tierra es la ilustración mas característica de esta posibilidad. La propiedad, inicialmente fundada sobre la posesión y la prescripción es, en una fecha determinada, transcrita sobre un registro para el conjunto de un territorio comunal y, a partir de este momento, la prueba de las propiedades se basa en la inscripción sobre el registro. El libro de la propiedad inmobiliaria prueba pero no fundamenta la propiedad.
A pesar de ciertas semejanzas formales, existe pues una diferencia fundamental entre un sistema de propiedad de la tierra de tipo germánico, y uno de fabricación de la propiedad por distribución de títulos de propiedad. Es el conjunto de los derechos de propiedad existentes en un territorio que se transcriben de una vez sobre un registro central. Nada que ver con la distribución caso por caso de nuevos títulos.
El sistema Torrens
Como en el viejo imperio romano, los imperios coloniales modernos mantuvieron dos sistemas de propiedad, uno basado en la atribución para las colonias, y otro basado en la prescripción para las metrópolis. Las antiguas potencias coloniales, tales como España, Portugal, Francia, Inglaterra, o la Rusia zarista (esta última, de manera incompleta) tenían dos sistemas de catastro y de legislación de tierras. Uno para ellas mismas, otro para sus colonias. Dentro de estos últimos, el sistema mejor elaborado técnicamente, que iba a servir de modelo a los demás, fue el sistema Torrens, llamado según el apellido de su autor.
No resulta inútil examinar el contexto en el cual fue concebido el sistema Torrens, el cual sigue siendo presentado como modelo a los países que confunden catastro y propiedad. En efecto, fue en Australia que el coronel Robert Torrens elaboró su sistema y que el 1er Torrens Act fue adoptado, el 2 de julio de 1858 en la provincia de South Australia. En este país, resultaba fácil para el ejercito colonial de hacer tabla rasa de todos derechos anteriores de ocupación. Los aborígenes de Australia no han sido reconocidos como ciudadanos australianos sino en 1967, y la Corte Suprema los reconoció como “primeros ocupantes” de Australia solamente el 31 de diciembre de 1993.
En la mente del colonizador del siglo 19, se trataba pues de recortar una tierra virgen de derechos, y repartirla entre los nuevos llegados. El recorte era el trabajo del catastro, la autoridad colonial presidía a las atribuciones en cada llegada de inmigrantes, y la inscripción del nuevo colono en el libro de la propiedad inmobiliaria valía título de propiedad. Cuando la tierra cambiaba de manos, bastaba pues con asentar la inscripción en el registro, el cual seguía siendo la prueba jurídica de la propiedad. Se trataba de la racionalización de una práctica ya utilizada en otra parte, empezando por los Estados Unidos. Las tierras liberadas de los indios habían sido recortadas y atribuidas, sobre los planos, a sus nuevos pro- pietarios, de ahí viene esta topografía rectilínea de la mesa de dibujo que sorprende al visitante europeo, pero las reparticiones no se habían hecho sin desorden ni violencias y hoy día todavía, la seguridad jurídica de las explotaciones no se encuentra totalmente asegurada.
El sistema Torrens venía poner orden en las prácticas coloniales.
Con reducidas variantes, el sistema Torrens fue adoptado en las demás colonias, incluso donde una antigua propiedad colonial preexistía a la conquista colonial, porque permitía de reponer todos los medidores a cero a beneficio del nuevo poder que tenía así toda posibilidad para decidir caso por caso sobre cuales de los antiguos derechos iba a reconocer o, al contrario, anular. Método muy eficaz para granjearse el respaldo de una parte de la población y utilizarlo para controlar a la otra parte.
Cuando estos países llegaron a ser independientes, los nuevos poderes nacionales conservaron el sistema, haciendo muy rápidamente que funcione a su provecho, lo que es fácil de entender.
Las razones del imperialismo del catastro
Resulta mas sorprendente constatar que no solamente la situación no evolucionó desde entonces, sino que los expertos internacionales están generalmente de acuerdo para preconizar la generalización del sistema en todos los países donde la apropiación privada de los suelos resulta poco o mal asegurada, cuando justamente ciertos de estos países muestran el ejemplo de situaciones en las cuales, desde mas de cuarenta años, se está teóricamente formando un catastro para instituir la seguridad jurídica de la propiedad, con un gran refuerzo de ayudas internacionales, sin que el sistema parezca verdaderamente implantado, fuera de las urbanizaciones bonitas de la capital.
La persistencia de tal ceguera descansa en la convergencia de punto de vista de dos categorías de actores implicados, aun cuando las motivaciones resulten ser diferentes.
Por una parte, los técnicos de los organismos de cooperación internacional quienes piensan, con razón (creemos), que un mejor asiento de la propiedad privada favorecería el desarrollo económico del país, no pueden sino proponer exclusivamente soluciones técnicas cuando están confrontados a este tipo de problemas. No pueden ni quieren inmiscuirse en las cuestiones (¡muy sensibles!) de política interior del país donde trabajan. Y el catastro es por excelencia una solución técnica, que aparenta ser técnicamente neutral. Resulta difícil, para un experto, sugerir un cambio radical en el régimen de propiedad. Pero, cuando preconiza la implantación de un catastro, le resulta fácil calcular el número necesario de computadoras, listar los materiales que hay que importar, las misiones de fotografías aéreas que hay que prever, establecer calendarios con variantes, concebir un programa de formación de los futuros técnicos, de proponer un organigrama, imaginar operaciones de financiamiento. O sea, puede producir un buen informe que será la prueba de su expertisa, con cifras y fechas tope, y no es su problema si un informe casi igual ha sido ya producido algunos años antes por una precedente misión de la cual nadie se acuerda.
Por otra parte, las administraciones nacionales entienden rápidamente el provecho que pueden sacar de un proceso de instauración de la propiedad que se canalice a través de ellas. El poder que se les da de decidir quien resultará inscrito como propietario, y en cuales plazos, les otorga una considerable prerrogativa. Pero este poder puede escaparles al mo- mento en el cual la propiedad pasa a ser definitiva. Actúan pues como instintivamente para que el proceso se torne interminable. So pretexto (en el mejor de los casos) de averiguar mejor cuales son los eventuales derechos de terceros, de chequear mejor las justificaciones de cada solicitante de un título de propiedad, de hacer respetar una mejor igualdad de tratamiento entre los ciudadanos, de calcular la superficie exacta del terreno, se inventará a lo largo de los años todo un procedimiento, generalmente muy costoso, incluyendo a menudo un período de puesta a prueba del propietario para asegurarse que éste está realmente haciendo del terreno el uso (calidad de la construcción o desarrollo de la producción agrícola) que había indicado en la solicitud de título.
Ocurre que los obstáculos estén tan bien organizados que ningún candidato puede sortearlos exitosamente sin pasar por alguno sesgo ilegal. El observador, con un poco de cinismo, está tentado de considerar esta solución con un mal menor para terminar. Hasta que, para “moralizar” la situación y poner fin a los “abusos”, un nuevo poder venga a cuestionar los derechos atribuidos por el precedente poder, y que el interminable proceso de atribución de la propiedad vuelva a realizar una nueva vuelta.
Ilustración con el Gabón
Ilustremos lo dicho con el ejemplo del Gabón. Este país disponía a priori de múltiples ven- tajas en relación con los demás países de la región, para establecer la propiedad privada mas rápidamente, es decir para llevar a cabo su proceso de “regularización de la tenencia de la tierra”, según la expresión consagrada:
Un período muy largo de estabilidad política,
Un nivel de vida mas alto que en todos los demás países al Sur del Sahara,
La ausencia de persistencia de un régimen tradicional de tenencia.
Sin embargo, al examinar la situación, descubrimos que en este país de un millón de habitantes, de los cuales 400.000 se concentran en la capital (Libreville), existen a la fecha solamente 10.500 títulos. El primero se otorgó en 1902; había un millar en el momento de la independencia y, desde entonces, después de un período de ligera aceleración, el ritmo de fabricación de la propiedad volvió a caer a menos de 100 títulos otorgados cada año. Los ciento cincuenta funcionarios del catastro no tienen sin embargo otra misión que la de contribuir a este proceso, debido a que el catastro no se utiliza ni para cobrar un impuesto, ni incluso para actualizar el conocimiento de los cambios en la apropiación del suelo (las mutaciones no se reportan al Catastro sino solamente se registran en el Registro inmobiliario).
Sin embargo, no se puede culpar la inactividad o la incapacidad de los funcionarios del Gabón. Hay que buscar en otra parte la causa de tal parálisis. Con tanto “perfeccionamiento”, el procedimiento de atribución de los terrenos, se hizo propiamente imposible de llevarlo a cabo. Se descompone, en total, en 134 operaciones administrativas elementales, según un informe antiguo sobre la automatización del catastro que había estudiado el conjunto del proceso y veía en esto solamente un argumento que justificaba la informatización, sin empezar preguntándose si tal tramite era realmente razonable.
Después de elegir un terreno que le parece “libre” de ocupación (o de pagar lo necesario para liberarlo), el solicitante se dirige a la administración que debe reconocer el terreno, levantar un plano al 1/500 y amojonarlo, implementar un procedimiento de “atribución provisional” fijando carteles de la solicitud sobre el terreno, otorgar un certificado de fijación de carteles, redactar un acta de no-oposición, reunir de una comisión de atribución, etc. Al fin de este primer procedimiento, el solicitante dispone de dos años (prorrogable un año al pagar un impuesto adicional) para “desarrollar” el terreno, es decir, tratándose de un terreno urbano, construir. Una simple construcción de caminos internos o una construcción con materiales provisionales no se consideran como un desarrollo suficiente. Cuando se termina la construcción, la administración debe proceder a la averiguación del desarrollo realizado e iniciar un segundo procedimiento llamado de “atribución definitiva” que incluirá en particular un segundo amojonamiento rectificativo (por si el primero hubiera sido perturbado cuando las obras de construcción) y el recurso a un decreto en Consejo de Ministros. Un tercer procedimiento puede entonces comenzar, esta vez de naturaleza jurídica, para transformar la atribución definitiva en matriculación en el Registro Inmobiliario con otorgamiento de un título de propiedad. Mientras no se consigue tal título, el terreno, teóricamente, no puede ser vendido a terceros, porque el adjudicatario dispone solamente de un derecho personal de ocupación de un terreno considerado como siendo propiedad inalienable del Estado.
Notemos que tal sofisticada y precaucionada construcción jurídica tiene como primer resultado él de condenar a la ilegalidad, es decir a la arbitrariedad, las nueve décimas partes de la población. Un ciudadano de base, incluso si dispone de un poco de dinero, no tiene ningún medio legal para comprar regularmente un terreno libre e invertir sus ahorros en la construcción de una casa. Al mantener una inseguridad jurídica que no beneficia finalmente a nadie, se alejan los capitales de lo inmobiliario.
¿Quién posee el suelo Ruso?
Decir que Rusia debe hacer de la realización de un catastro, el requisito de la privatización de los suelos, es aceptar la perspectiva de una duradera confusión, porque, en el mejor de los casos, una decena de años será necesaria, y probablemente mucho mas. Ade- más, es fingir de creer que no existe hoy ningún derecho sobre el suelo, que la propiedad del Estado Soviético era bien una realidad y no solamente una ficción jurídica.
Sin embargo, Rusia no es Australia, poblada de escasos grupos de aborígenes cazadores y recolectores. El espacio ruso queda desde mucho tiempo parcelado, ocupado y desarrollado por toda una población quien dispone, en la práctica, de derechos de uso, en bene- ficio de individuos o de grupos de individuos. Ya bajo el régimen soviético, estos derechos de uso, aun sin llamarse “propiedad” representaban ventajas bien reales otorgados a beneficiarios quienes habían encontrado muchas dificultades para obtenerlos. Aun cuando, teóricamente, el suelo relevaba desde 1928 de la exclusiva propiedad del Estado, dicha propiedad ficticia no impedía de ninguna manera que sea tal o tal individuo mas que tal otro que dispusiera de tal huerta familiar, de tal pequeña datcha que tuviera sobre el terreno correspondiente de “servidumbres de uso eternal” según la expresión rusa que difería de la verdadera propiedad solamente en la imposibilidad de venderla, o incluso de predios mas amplios que ciertos “miembros de cooperativa” consiguieron la atribución a su favor cuando la perestroika.
Las viviendas mismas, atribuidas por un alquiler simbólico constituían de facto remuneraciones en producto, adquiridas ni en mejor ni en peor forma que cualquiera otra remuneración en especie, con diferencia de calidad y de localización que reflejaban las diferencias de ingreso. Ciertas están construidos sobre terrenos bien situados, otras en terrenos mal situados. ¿Podemos imaginar, bajo el pretexto que sus ocupantes no tienen un título de “propiedad”, hacer una segunda vez “del pasado mesa limpia” como lo decía la canción?4
Por la sola virtud de una ley que autorice la libre venta de los actuales derechos de ocupación, es posible transformar todos estos ocupantes en propietarios. Por lo menos, es posible de hacerles dueños de sus alquileres (concepto inglés de leasehold) si se desea man- tener la idea que la colectividad conserve la nuda propiedad (concepto inglés de freehold), sin que se necesite otorgar a cada uno un certificado de propiedad después de una averiguación administrativa que no puede, en definitiva, sino introducir un margen suplementario de arbitrariedad y de atropello de los derechos, tanto mas que todas estas viviendas del Estado, todas estas “servidumbres de uso eterno”, eran ya el objeto de descripciones precisas en las “Oficinas Técnicas del Inventario”, con planes al 1/500 cuando se trataba de terrenos.
En lugar de esto, varias “comisiones” de la reforma de tierras, constituidas a veces por administraciones paralelas, se implementaron para proceder soberanamente a la repar- tición de “la propiedad del Estado”, y acudieron a la cooperación técnica internacional para conseguir las famosas computadoras sin las cuales la instauración de la propiedad privada les parece imposible. ¿Será necesario numerizar la Siberia? El mercado [de la numerización, n. d. t.] parece prometedor, siempre que alguien acepte pagar. En San Petersburgo, los primeros títulos de propiedad otorgados “según el sistema Torrens”, con la ayuda de com- putadoras suecas, empezaron de distribuirse hace un año. Cuando se examina los referidos terrenos, se ve por cierto que son esencialmente terrenos sobre los cuales, hace ya cierto tiempo, se edificaron construcciones ilegales a pesar de la oposición del servicio del urbanismo que había decretado que el lugar era un sitio protegido.
El valor del suelo se mide más en base a los derechos correspondientes que a su superficie
Una particular atención debe en efecto ser puesta a esta misma voluntad técnica, que reina en todos los países, de llevar siempre mas lejos el grado de exactitud del conocimiento de los límites de un terreno, a medida que lo permite el desarrollo de los medios de mensura, sin preguntarse si su costo está relacionado con la utilidad que se espera. Una regla sencilla de buen criterio sería la de no buscar una mayor exactitud, a partir del momento en el cual el costo de la medida es mas alto que el valor de la superficie cuestionada. Resulta sin embargo frecuente ver proponer, en países de pocos recursos, sistemas sofisticados de realización por satélite de las medidas topográficas, de numerización de los planos catastrales y de supervisión de múltiples bases de datos geográficos que incluso no se usan en los países que fabrican el material necesario y donde la tierra, que resulta sin embargo considerablemente mas cara, debería justificar que se mida con una mayor precisión.
En nuestras sociedades modernas, la seguridad jurídica del derecho de propiedad pasa mucho mas por una clara definición de los derechos de uso existentes en cata espacio, que por una exacta definición de los límites de un terreno. No resulta realmente muy grave descubrir, después de comprar un terreno, que no medía exactamente los 5.012 m2 que se pensaba, pero que tiene solamente 4.900 m2. La venta no debe poder anularse por tal motivo. Pero, si este mismo terreno ha sido comprado creyendo disponer con él de un derecho para construir una construcción de 10.000 m2 y que sin embargo la autoridad municipal cambia de opinión y se niega a otorgar un derecho de construir de mas de 5.000 m2, toda la economía del proyecto y la razón de ser de la adquisición se encuentran cuestionadas. Hoy día, el valor real de un terreno depende mucho mas de la definición de los derechos correspondientes que de la geometría de su exacta definición. Desde Egipto de los faraones, los geómetros han sido auxiliares valiosos del cobro del impuesto, pero la creación de la propiedad no es una cuestión de geometría. Es una cuestión política y jurídica.
La propiedad es injusta pero eficiente; es el régimen tributario él que debe corregir esta injusticia
La repartición de hecho de los derechos de uso de los terrenos o de las viviendas, en un país sin propietarios, resulta siempre injusta. La transformación de estas situaciones de hecho en situaciones de derecho resultará también siempre injusta, ni mas, ni menos. En un país saliendo de una estatización de los suelos, o bien por razón de colonialismo, o bien por razón de socialismo, o bien por ambas a la vez, se puede soñar con distribuir a cada ciudadano una parte igual del desmembramiento de la antigua propiedad estatal, una misma superficie de vivienda y una misma superficie de terreno. Pero la experiencia demuestra que los controles burocráticos no hacen sino cambiar una injusticia por otra, haciendo además inestable la propiedad, porque cada nuevo poder va entonces tratar de reemplazar un clien- telismo por otro.
Pretender confiar a una administración del Estado la misión de crear la propiedad privada distribuyendo la propiedad del Estado resultaría una ilusión. Tal sistema nunca funcionó bien en los “países nuevos”, es decir en las antiguas colonias de poblamiento (Estados-Unidos, Australia, etc.) donde se trataba de repartir las tierras entre los nuevos llegados, después de haber confinado la población indígena.
Tenemos que admitir, porque es verdad, que, en un primer tiempo, la propiedad es por esencia injusta y brutal. Su único mérito es de ser eficiente en términos económicos, al asegurar la inversión. Pero la propiedad no es la última palabra de la vida en sociedad. La fiscalidad existe para que paguen los más favorecidos a provecho de los demás y restablecer el equilibrio en parte.
En el período de fabricación de la propiedad, además de esta función de equidad, el impuesto a la tierra tiene dos otros grandes méritos. En primer lugar, un mérito de orden jurídico: solidifica las pruebas de la “propiedad” (“yo soy el propietario porque pago impuesto”); históricamente, son los impuestos a la tierra que fabricaron los propietarios de la tierra a partir de los que pagaban tal impuesto. En segundo lugar, un mérito de orden económico: favorece una mejor repartición de los terrenos (“no puedo seguir siendo propietario de un terreno sobre el cual no tengo nada que hacer si me cuesta dinero cada año”.) El impuesto a la tierra que paga el dueño de una parcela se asimila a los cargos que pagan los copropietarios de un edificio para la mantención de las partes comunes.
Y si la función política del Estado resulta ser entonces la de corregir, a posteriori, la injusticia de la propiedad gracias a la instauración de un impuesto a la tierra, el levanta- miento de un catastro llegará a ser a su vez muy útil (aunque aquí también la historia nos enseña que el impuesto a la tierra es anterior al catastro) para repartirlo lo mas equitativamente posible.
1 Se aluda allí al sistema vigente de uso del suelo en los campos de la Edad Media, según el cual, una vez terminado el período de cosecha, cada uno podía llevar su ganado en los rastrojos de todo el pueblo (n. d. t.).
2 Derecho de producir una determinada cantidad de leche, reglamentado en la Comunidad Europea (n. d. t.).
3 A pesar de la connotación romana del termino, no encontré otra expresión para indicar la propiedad que no es noble (n. d. t.).
4 Alusión a un verso de la “internacional”.
Traducción reproducida en el sitio web de agter con el permiso del autor (Joseph Comby) y del traductor (Olivier Delahaye). Prohibido hacer nuevas reproducciones sin las previas autorizaciones de ambos.